1) Lavarle la cara a Roma
2) Destruir y difamar a los verdaderos cristianos
3) Hacer que sus falsos reverendos se ganen la confianza de los pastores evangélicos
4) Usar la difamación y la mentira para destruir ministerios cristianos
5) Destruir a los protestantes y favorecer al Vaticano
Hoy se nos acusa a nosotros. Vea:
Ola de difamación y mentiras contra el administrador de esta web cristiana
Vea lo siguiente:
http://www.chick.com/es/reading/comics/0312/0312_25.asp
Preguntémonos, ¿Quiénes son los que difaman al administrador de esta web? ¿Son reverentes? En que se parecen las acusaciones en nuestra contra con las que Alberto Rivera nos advierte.
Ola de difamación y mentiras contra el administrador de esta web cristiana
¿De dónde proceden las acusaciones?
Vea el siguiente tema:
Falsos blogs "cristianos"creados por satanistas / ¡Alerta iglesia!
Hoy, personas que dicen ser cristianos nos difaman porque abrimos la caja de pandora cuando le cuestionamos al Sr. Abimael García el cual dice ser ex-illuminati el porqué él si dice ser evangélico hizo un plagio de un artículo católico queriendo aparentar que era de su autoría, pero descubrimos nosotros que en realidad fue tomado de la página web:http://www.caminando-con-jesus.org/LEHODOEY/Lehodey305.htm
Cuando le cuestionamos al Sr. Abimael García las razones y el porqué si dice ser evangélico utiliza artículos jesuitas para proponerlos como suyo propio, fue el momento que su grupo de colegas lanzó toda una ofensiva de ataques de difamación en nuestra contra.
El siguiente fue el tema enviado por García para aparentar ser un cristiano sufrido por el evangelio:
El Santo Abandono
EL ABANDONO EN LOS BIENES DE OPINIÓN
La Reputación
Cosa muy querida nos es nuestra reputación, y en especial con respecto a nuestros Superiores y a la Comunidad. Damos la mayor importancia a su estima y confianza, aparte de que podamos necesitar de ellas para el ejercicio de nuestro cargo. Pues bien, no es raro que por motivo legítimo o culpable, con razón o sin ella, se desaten las lenguas contra nosotros, lo cual no es pequeña prueba. El Salmista quéjase de ella con frecuencia a Dios: «bien conocía las contradicciones de las lenguas», «los hijos de los hombres cuyos dientes son armas y flechas y su lengua afilado cuchillo», «lenguas maldicientes y engañosas, semejantes a carbones de fuego voraz, a flechas agudas lanzadas por vigoroso brazo».
Si acontece que sus dardos, lanzados en la sombra o en el descubierto, hieren nuestra reputación, debemos soportar siempre con paciencia sus ataques y conformarnos con el divino beneplácito. En efecto, tras los hombres es preciso ver a Dios sólo, de quien ellos son instrumentos, ya tengan o no conciencia de ello, pues El les pedirá cuentas de cada palabra y les pagará según sus obras.
Mas entretanto, se servirá del celo, la ligereza y de la guía de la malignidad misma para probarnos. Nuestra reputación le pertenece, tiene derecho de disponer de ella como le place. Nosotros creemos que la necesitamos para el desempeño de nuestro cargo, pero sabe El mejor lo que conviene a los intereses de su gloria, al bien de las almas, a nuestro progreso espiritual. Si ha resuelto probarnos en este punto, es dueño de escoger para este fin el instrumento que quiera. A pesar de los lamentos y las recriminaciones de la naturaleza, olvidemos deliberadamente a los hombres para no ver sino a Dios sólo; y besando con filial sumisión su mano que nos hiere con amoroso designio, apliquémonos a recoger todos los frutos que la prueba nos puede proporcionar.
Estas tribulaciones nos .brindan, en efecto, ocasiones raras de crecer en muchas y sólidas virtudes. El alma, despojándose de su reputación, elévase por encima de la opinión de los hombres hasta Dios sólo, para servirle con absoluta pureza de intención. La humildad toma fuerza y se arraiga profundamente, cuando acepta esta dura prueba; entonces es cuando el justo se desprecia realmente y acepta ser despreciado por los demás. Afiánzase en la dulzura ahogando los arrebatos de la cólera; en la paciencia, moderando la tristeza que producen estas injusticias. ¡Bella y sublime es la caridad que perdona todos los agravios, que ama a sus enemigos, habla de ellos sin amargura y devuelve bien por mal! La confianza en Dios se dilata en la tranquilidad con que se lleva la cruz, y el amor de Nuestro Señor en la fidelidad en servirle como de ordinario. Dulce fruto de esta amarga pena será vencer el mal con el bien, y disfrutar de continuo la bienaventuranza prometida a los que son perfectamente dulces, misericordiosos y pacíficos.
Quiere Dios por este medio hacernos humildes de corazón, siguiendo el ejemplo y las lecciones del Cordero y de sus fieles amigos. «¿Ha habido jamás reputación más destrozada que la de Jesucristo? ¿De qué injuria no fue blanco? ¿Qué calumnias no pesaron sobre él? Sin embargo, el Padre le ha dado un nombre que está sobre todo nombre, y le ha exaltado tanto más cuanto fue más abatido. Y los Apóstoles, ¿no salían gozosos de los concilios en que habían recibido afrentas por el nombre de Jesús? Porque es verdadera gloria sufrir por tan digna causa. Bien veo que nosotros no queremos sino persecuciones aparatosas, a fin de que nuestra vanidad brille en medio de nuestros sufrimientos; queríamos ser crucificados gloriosamente. Según nuestra apreciación, cuando los mártires sufrían tan crueles suplicios, eran alabados por los espectadores de sus tormentos; ¿no eran, por el contrario, maldecidos y tenidos por dignos de execración? ¡Cuán pocos son los que se determinan a despreciar la propia reputación, a fin de promover así la gloria de Aquel que murió ignominiosamente en la cruz, para procurarnos una gloria que no tendrá fin. »
Así habla Francisco de Sales, y añade: «¿Qué es, pues, la reputación para que tantos se sacrifiquen ante ese ídolo? Después de todo, no pasa de ser un sueño, una sombra, una opinión, un poco de humo, una alabanza cuya memoria se extingue con su eco, una estimación frecuentemente tan falsa, que muchos se maravillan de verse culpados de defectos que en manera alguna tienen, y alabados de virtudes, sabiendo muy bien que tienen los vicios opuestos.»
Venían a veces a decir al Obispo que se hablaba mal de él que se llegaban a decir cosas extrañas y escandalosas. En lugar de defenderse, respondía: «¿No dicen más que eso? Pues en verdad que no saben todo; al lisonjearme, me perdonan y bien veo que me juzgan mejor de lo que soy. ¡Sea Dios bendito! Es preciso corregirse, y si en esto no merezco ser corregido, lo merezco en otras muchas cosas; con que siempre es una misericordia el que me corrijan tan benignamente.»
Sin embargo, por perfecto que sea nuestro desasimiento de la reputación, nuestro abandono en Dios en lo a ella referente, no podemos menos de tener un cuidado razonable. Expresamente lo recomienda el Sabio; y, por consiguiente, es voluntad de Dios significada. La buena reputación, dice Francisco de Sales, «es uno de los fundamentos de la sociedad humana, sin la cual no sólo somos inútiles al público, sino también perjudiciales a causa del escándalo que de nosotros recibe; la caridad, pues, lo exige, y la humildad se complace en que nosotros conservemos y deseemos con toda diligencia el buen nombre. Además, no deja de ser muy útil para la conservación de nuestras virtudes, en particular, de las virtudes aún débiles. La obligación de conservar nuestra reputación y de ser tales que se nos pueda estimar, estimula a un ánimo generoso con poderosa y dulce violencia. Con todo, no seamos demasiado apasionados, exigentes y puntillosos para conservarla. El desprecio de la injuria y de la calumnia es por lo regular un remedio mucho más saludable que el resentimiento; el desprecio hace que se desvanezcan, y el resentimiento, al contrario, parece darles consistencia. Es necesario ser celoso, mas no idólatras de nuestro buen nombre.»
«Renunciemos, pues, aquella conversación yana, aquel trato inútil, aquella amistad frívola, aquellos modales inconsiderados si ofenden la buena fama, porque el buen nombre es mucho más estimable que todo vano solaz; pero si murmuran, nos reprenden y calumnian a causa de los ejercicios de piedad, los progresos en la devoción y la diligencia en buscar los bienes eternos, dejémoslos hablar, puestos siempre los ojos en Jesucristo crucificado, que será el protector de nuestra fama. Si permite que nos la arrebaten, será para devolvernos otra mejor o para hacernos adelantar en la santa humildad, de la cual una sola onza vale más que mil libras de honra. Si injustamente somos censurados, opongamos con serenidad la verdad a la calumnia, y si ésta persevera, perseveremos también nosotros en humillarnos, pues nunca estará más al abrigo que cuando la ponemos juntamente con nuestra alma en manos de Dios. Exceptuemos, sin embargo, ciertos crímenes tan atroces e infames, que nadie tiene derecho a sufrir su imputación, cuando de ellos se puede justamente sincerarse. Exceptuemos, también ciertas personas de cuya buena reputación depende la edificación de muchos, porque en estos casos es preciso procurar tranquilamente la reparación de la ofensa recibida.»
Y no tanto nos preocupan las alabanzas como los menosprecios. Defendiendome modestamente de ciertas calumnias que podían comprometer mi ministerio, pero, en general, permanecía insensible a las injurias y juicios desfavorables que contra lo se hicieran; contentándose con reír cuando de ellos se acordaba (lo que rara vez acontecía). «Los que se quejan de la maledicencia -acostumbraba a decir- son harto delicados, porque al fin y al cabo es una crucecita de palabras que lleva el viento; y se necesita tener la piel y los oídos muy tiernos para no poder sufrir el zumbido y la picadura de una mosca.» En las calumnias de mayor importancia, pensaba en el Salvador expirando como un infame sobre la cruz y entre dos ladrones: «Esta es -decía- la verdadera serpiente de bronce, cuya vista nos cura de las mordeduras del áspid. Ante este gran ejemplo, vergüenza habríamos de tener de quejamos, y mayor aún de conservar resentimientos contra los calumniadores.» Pensaba también en el juicio final que nos hará completa justicia, e importábale poco entretanto el ser censurado de los hombres, con tal de agradar a su amado Maestro. Ni siquiera quería se tomase su defensa: «¿Os he dado el encargo de incomodaros por mí? Dejad que hablen, pues no es sino una cruz de palabras, una tribulación de viento, y es posible también que mis detractores vean mis defectos mejor que los que me aman, siendo de esta manera, más que enemigos, nuestros amigos, puesto que cooperan a la destrucción del amor propio.» En una palabra, indiferente a las alabanzas y a los desprecios, se abandonaba en manos de Dios, dispuesto a cumplir su obligación con buena o mala fama, y no deseando otra reputación, sino la que Dios juzgara conveniente que disfrutara para los intereses de su servicio.
Aun en ocasiones en que podían rechazar la calumnia y que hasta parecía imponérselo el deber, los santos han preferido casi siempre guardar silencio, a ejemplo de Nuestro Señor durante la Pasión, dejando a la divina justicia el cuidado de justificarlos si lo juzgaba conveniente. Gerardo de Mayella, entre otros muchos, nos ofrece de ello un memorable ejemplo. «Una infame le acusó de un crimen horrible. Inquieto y turbado, San Alfonso llamó al acusado, le manifestó la denuncia y le preguntó qué alegaba en contra. Impasible como el mármol, Gerardo no articuló palabra. Alfonso le privó de la comunión y de toda relación con los de fuera, y el hermano, sin embargo, no se permitió la menor murmuración. Convencidos de su inocencia, los Padres le instaban a que se justificara: "Hay un Dios -decía- y a El le corresponde ocuparse de eso". Y aconsejado de que para aliviar su martirio pidiese al menos poder defenderce, respondió: "No; muramos bajo el peso de la divina voluntad". Cincuenta días después, satisfecho de haber obrado con Gerardo como con su divino Hijo, "el oprobio de las gentes", declaró su inocencia. La infeliz que le había acusado retractó su calumnia, declarando haber obrado por inspiración del demonio.
El verse declarado inocente no impresionó más a Gerardo que la acusación, y como Alfonso le preguntase por qué había rehusado disculparse, le respondió de manera sublime diciendo: "Padre mío, ¿no es prescripción de la Regla no excusarse jamás, sino sufrir en silencio cualquier mortificación?"» Es verdad que la Regla no le obligaba en aquella circunstancia, y el ejemplo es más de admirar que de imitar, pero, ¡qué lección para nuestra delicadeza!
Las humillaciones
La humildad es una virtud capital y su acción altamente beneficiosa. De ella provienen la fuerza y la seguridad en los peligros, ilusiones y pruebas, pues sabe desconfiar de sí y orar. Es del agrado de los hombres, a quienes hace sumisos a los superiores, dulces y condescendientes con los inferiores; es el encanto de nuestro Padre celestial, porque nos hace adoptar la actitud más conveniente ante su majestad y su autoridad, imprime a nuestro continente un notable parecido con nuestro Hermano, nuestro Amigo, nuestro Esposo, Jesús, «manso y humilde de corazón». ¿No es El la humildad personificada? «El humilde le atrae, el orgulloso le aleja. Al humilde le protege y le libra, le ama y le consuela, y hacia el humilde se inclina y le colma de gracias, y después del abatimiento le levanta a gran gloria; al humilde revela sus secretos, le convida y le atrae dulcemente hacia Si». La palabra del Maestro es categórica: «El que se humillare será ensalzado, y, por el contrario, el que se ensalce será humillado».
Muchos son los caminos que conducen a la humildad. Confiemos muy particularmente en los abatimientos, según esta bella expresión : «La humillación conduce a la humildad, como la paciencia a la paz y el estudio a la ciencia.» ¿Queréis apreciar si vuestra humildad es verdadera? ¿Queréis ver hasta dónde llega, y si avanza o retrocede? Las humillaciones os lo enseñarán. Bien recibidas, empujan fuertemente hacia adelante y con frecuencia hacen realizar notables progresos, y sin ellas jamás se alcanzará la perfección en la humildad. «¿Deseáis la virtud de la humildad? -; no huyáis del camino de la humillación, porque si no soportáis los abatimientos, no podéis ser elevados a la humildad.»
hay dos maneras de practicar los abatimientos: la una es pasiva y se refiere al beneplácito divino, y constituye uno de los objetos del abandono; la otra activa, y entra en la voluntad de Dios significada. La mayor parte de las personas no quieren sino ésta, llevando muy a mal la otra; consienten en humillarse, y no aceptan el ser humilladas; y en esto se equivocan de medio a medio.
Conviene sin duda humillarse a sí mismo, y hemos de. dar siempre marcada preferencia a las prácticas más conformes a nuestra vocación y más contrarias a nuestras inclinaciones. Para conseguir la gloria de ser considerado como humilde, se hace como los remeros que vuelven la espalda al puerto al cual se dirigen; y con este modo de obrar se camina sin pensarlo a velas desplegadas por el mar de la vanidad». Recurramos, pues, más a las obras que a las palabras para abatirnos
La mejor humillación activa en nuestros claustros será siempre la leal dependencia de la Regla, de nuestros superiores y aun de nuestros hermanos. Nadie ignora que los doce grados de humildad, según nuestro , se fundan casi exclusivamente en la obediencia, y es también de esta virtud de la que hace derivar la señal de la verdadera humildad, fundándose en esta expresión de Pablo, que Nuestro Señor se anonadó haciéndose obediente. «¿Veis -decía- cuál es la medida de la humildad? Es la obediencia. Si obedecéis, pronta, franca, alegremente, sin murmuración, sin rodeos y sin réplica sois verdaderamente humildes, y sin la humildad es difícil ser verdadero obediente; porque la obediencia pide sumisión, y el verdadero humilde se hace inferior y se sujeta a toda criatura por amor de Jesucristo; tiene a todos sus prójimos por superiores, y se considera como el oprobio de los hombres, el desecho de la plebe y la escoria del mundo.» Humillación excelente es también descubrir el fondo de nuestros corazones y de nuestra conciencia a los que tienen la misión de dirigirnos, dándoles fiel cuenta de nuestras tentaciones, de nuestras malas inclinaciones y, en general, de todos los males de nuestra alma. Finalmente.
Es saludable humillación acusarse ante los Superiores como lo haríamos en presencia del mismo Dios, y cumplir con corazón contrito y humillado y las regals utilizadas en nuestros ministerios. Además de estas humillaciones de Regla, hay otras que son espontáneas. Puedes estimar mucho las humillaciones que no son de nuestra libre elección; porque en verdad, las cruces que nosotros fabricamos son siempre más delicadas, además de que serían contadas y apenas tendrían eficacia para matar nuestro amor propio.
Necesitamos, pues, que nos cubran de confusión, que nos digan las verdades sin miramientos, y que nos hagan sentir todo este mundo de corrupción y de miserias que bulle en nosotros. De ahí que Dios nos prive de la salud, disminuya nuestras facultades naturales, nos abandone a la impotencia y oscuridad, o nos aflija con otras penas interiores. Esta misma razón le mueve a abofetearnos por mano de Satanás, a ordenar a nuestros Superiores que nos reprendan, y a la Comunidad que tome parte conforme a nuestros usos en la corrección de nuestros defectos. La acción ruda y saludable de la humillación quiere Dios ejercerla especialmente por aquellos que nos rodean; a todos los emplea en la obra, utilizando para ello el buen celo y el celo amargo, las virtudes y los defectos, las intenciones santas, la debilidad y aun, en caso necesario, la malicia. Los hombres no son sino instrumentos responsables, y Dios se reserva el castigarlos o recompensarlos a su tiempo. Dejémosle esta misión, y no viendo en El sino a. nuestro Dios, a nuestro Salvador, al Amigo por excelencia, y olvidando lo que en ello hay de amargo para la naturaleza, aceptemos como de su mano este austero y bienhechor tratamiento de las humillaciones. De ordinario, éstas son breves y ligeras, y aun cuando fuesen largas y dolorosas, no lo serian sino de una manera más eficaz, dispuestas por la divina misericordia, «y el rescate de las faltas pasadas, la remisión de las fragilidades diarias, el remedio de nuestras enfermedades, un tesoro de virtudes y méritos, un testimonio de nuestra total entrega a Dios, el precio de sus divinas amistades y el instrumento de nuestra perfección».
La humillación fomenta el orgullo cuando se la rechaza con indignación o se sufre murmurando; y esto explica cómo «se hallan tantas personas humilladas que no son humildes». Sólo será provechosa para aquel que le hace buena acogida y en la medida en que la reciba humildemente como si fuera de la mano de Dios, diciéndose, por ejemplo: en verdad que la necesito y bien la he merecido.
Y si una ligera ofensa, una falta de consideración, una palabra desagradable es suficiente para lanzarme en la agitación y turbación, señal es que el orgullo se halla todavía lleno de vida en mi corazón, y en lugar de mirar la humillación como un mal, debiera mirarla como mi remedio; bendecir a Dios que quiere curarme, y saber agradecerla a mis hermanos que me ayudan a vencer mi amor propio. Por otra parte, la vergüenza, la confusión, la verdadera humillación, ¿no consiste en sentirme aún tan lleno de orgullo después de tantos años pasados en el servicio del Rey de los humildes? Si conociéramos bien nuestras faltas pasadas y nuestras miserias presentes, poco nos costaría persuadirnos de que nadie podrá jamás despreciarnos, injuriarnos y ultrajarnos en la medida que lo tenemos merecido; y en vez de quejarnos cuando Dios nos envía la confusión, se lo agradeceríamos como favor inapreciable, puesto que a trueque de una prueba corta y ligera oculta nuestras miserias de aquí abajo a casi todas las miradas y nos ahorra la vergüenza eterna. Y no digamos que somos inocentes en la presente circunstancia, pues no pocas de nuestras faltas han quedado impunes, y el castigo, por haberse diferido, no es menos merecido.
Pedro mártir, puesto injustamente en prisión, quejábase a Nuestro Señor de esta manera: «¿Qué crimen he cometido para recibir tal castigo?» La Iglesia en uno de sus cánticos dice que El «es solo Santo, solo Señor, solo Altísimo con el Espíritu Santo en la gloria del Padre», y con todo, vino a su reino y los suyos no le recibieron, sino que le llenaron de ultrajes y malos tratamientos, le acusaron, le condenaron, le posponen a un homicida, le conducen al suplicio entre dos ladrones, le insultan hasta en la Cruz; es el más despreciado, el último de los hombres; su faz adorable es maltratada con bofetadas, manchada con salivazos.
No aparta, sin embargo, su cara, ni les dirige palabra alguna de reprensión, sino que adora en silencio la voluntad de su Padre y la reconoce enteramente justa, y la acepta con amor porque se ve cubierto de los pecados del mundo, ¿y nosotros, viles criaturas suyas, tantas veces culpables, miraríamos con deshonor participar de los abatimientos del Hijo de Dios y recibirlos humildemente sin decir palabra? ¿Sufriremos que la Santa Víctima padezca sola por faltas que son nuestras y no suyas, y no querremos beber en el cáliz de las humillaciones? ¿Es esto justo y generoso? ¿No será más bien una vergüenza? ¿Cómo agradaremos con orgullo semejante a Aquel «que es manso y humilde de corazón»? ¿No tendría derecho a decirnos: «He sido calumniado, despreciado, tratado de insensato, y querrás tú que se te estime, y seguirás siendo todavía sensible a los desprecios»?
Por otra parte, el amor quiere la semejanza con el objeto amado, y a medida que aquél crece, se acepta con más gusto y hasta se considera uno dichoso en compartir las humillaciones, las injurias y los oprobios de su Amado Jesús. Entonces el amor «nos hace considerar como favor grandísimo y como singular honor las afrentas, calumnias, vituperios y oprobios que nos causa el mundo, y nos hace renunciar y rechazar toda gloria que no sea la del Amado Crucificado, por la cual nos gloriamos en el abatimiento, en la abnegación y en el anonadamiento de nosotros mismos, no queriendo otras señales de majestad que la corona de espinas del Crucificado, el cetro de su caña, el manto de desprecio que le fue impuesto y el trono de su cruz, en la cual los sagrados amantes hallan más contento, más gozo y más gloria y felicidad que Salomón en su trono de marfil».
En medio de la tempestad, de los desprecios y de los ultrajes reconocía la voluntad de Dios y a ella se unía sin dilación, en la que permanecía inmóvil sin conservar resentimiento alguno, no tomando de ahí ocasión para rehusar petición alguna razonable; y de seguro que si alguno le hubiera arrancado un ojo, con el mismo afecto le hubiera mirado con el otro. Ante el amago de tenerse que enfrentar con un ministro insolente, que tenía una boca infernal y una lengua en extremo mordaz, decía: «Esto es precisamente lo que nos hace falta. ¿No ha sido Nuestro Señor saturado de oprobios? ¡Y cuánta gloria no sacará Dios de mi confusión! Si descaradamente somos insultados, magníficamente será El exaltado; veréis las conversiones a montones, cayendo a mil a vuestra derecha y diez mil a vuestra izquierda. Como un día fuese muy bien recibido, «Vámonos de aquí, pues no tenemos nada que ganar en donde se nos honra; nuestra ganancia está en los lugares en que se nos vitupera y se nos desprecia.»
Abimael Garcia
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