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miércoles, 17 de diciembre de 2008

El bando de los ganadores



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La redención

“En quien tenemos redención por su sangre, el perdón de pecados según las riquezas de su gracia” (Efesios 1.7).

La palabra redimir significa “rescatar, librar y comprar de nuevo” (Levítico 25.25–27; 1 Corintios 6.20; 7.23). Como algo empeñado puede ser redimido pagando la suma requerida de dinero, así el hombre, perdido en pecado y sin esperanza, por la gracia de Dios ha sido redimido por la sangre del Cordero.

En el Antiguo Testamento Dios dijo a los israelitas que los primogénitos machos le pertenecían a él. Pero les dio la oportunidad de redimir algunos de los mismos. Por ejemplo, ellos pudieron “comprar” de Dios un asno que era primogénito para utilizarlo en un sacrificio a cambio de sacrificarle (pagarle) un cordero. Así el precio de la redención del asno era un cordero (Éxodo 13.11–13). Como el asno podía ser redimido si el dueño daba un cordero suyo a Dios, así el hombre perdido en pecado fue redimido cuando Dios ofreció su Cordero en la cruz. Para redimir al hombre caído (comprarlo de nuevo para sí), Dios tuvo que dar a su Hijo unigénito.

En el capítulo anterior vimos la obra de Cristo al expiar nuestro pecado para reconciliarnos con Dios. Su sangre vertida pagó el precio de nuestra redención. El hombre salvado ya es posesión de Dios y adquirido por la sangre preciosa de Jesús.

La redención de Dios

1. “Vendido al pecado”

El hombre caído no pertenece a Dios, sino al diablo. Su estado se describe en las siguientes palabras: “Soy carnal, vendido al pecado” (Romanos 7.14). Como Esaú, que por una sola porción de potaje vendió su primogenitura, así el pobre pecador vende su alma por un solo “pedazo de carne” por medio del cual el diablo lo tienta. Al ser vendido al pecado entonces el pecador está sin recurso. La ley sella su condenación porque le muestra que no puede vivir una vida que le agrada a Dios por más que se esfuerce. Ahora él está destinado a vivir esta vida y la venidera perdido, miserable, desamparado y sin Dios a menos que aplique la sangre del Señor Jesucristo a su vida para que Dios lo redima.

2. La sangre es nuestro rescate

El “rescate” es lo que uno paga para recobrar o redimir algo para sí. Al hombre le es imposible pagar su propio rescate o el de otro (Salmo 49.7–9). El hombre no tiene con que pagar el alto precio de su redención. Su única esperanza es que Dios mismo lo pague. Y ya lo ha hecho.

Cristo, nuestro Redentor, ofreció su propia sangre para comprarnos de nuevo para sí. Como Cristo mismo dijo, él vino “para dar su vida en rescate por muchos” (Mateo 20.28). Pedro nos dice que somos redimidos, no con cosas corruptibles como plata y oro, “sino con la sangre preciosa de Cristo, como de un cordero sin mancha y sin contaminación” (1 Pedro 1.19). Pablo añade su testimonio, diciendo: “Hay un solo Dios, y un solo mediador entre Dios y los hombres, Jesucristo hombre, el cual se dio a sí mismo en rescate por todos” (1 Timoteo 2.5–6).

3. El Espíritu Santo es las arras de nuestra herencia

Aunque Cristo ha pagado el precio de nuestra redención no experimentaremos el cumplimiento completo de la misma hasta llegar a la gloria. Dios nos ha dado el Espíritu Santo como evidencia que nos ha redimido para siempre. Nos ha dado de sí mismo para mostrarnos que en verdad pertenecemos a él. “Habiendo creído en él, fuisteis sellados con el Espíritu Santo de la promesa, que es las arras de nuestra herencia hasta la redención de la posesión adquirida, para alabanza de su gloria” (Efesios 1.13–14).

4. La redención es para todos

Una de las verdades más bellas de la redención de Dios es que la misma es para todos los pueblos, en toda nación, en toda región y en todo tiempo. Si alguno que conoce el plan de Dios no se salva, es por su propia culpa, pues Dios proveyó para la redención eterna de toda persona.

La redención es también para los santos del Antiguo Testamento. “Es mediador de un nuevo pacto, para que interviniendo muerte para la remisión de las transgresiones que había bajo el primer pacto, los llamados reciban la promesa de la herencia eterna” (Hebreos 9.15).

Y la redención es para todos los santos del Nuevo Testamento. “Quien se dio a sí mismo por nosotros para redimirnos de toda iniquidad y purificar para sí un pueblo propio, celoso de buenas obras” (Tito 2.14).

En fin, la redención es para todo aquel que quiera alcanzarla. “Digno eres de tomar el libro y de abrir sus sellos; porque tú fuiste inmolado, y con tu sangre nos has redimido para Dios, de todo linaje y lengua y pueblo y nación” (Apocalipsis 5.9).

Resultados de la redención

Los redimidos gozan de:

1. Liberación del dominio del diablo

Por medio de su muerte, Cristo destruyó “al que tenía el imperio de la muerte, esto es, al diablo, y libr[ó] a todos los que por el temor de la muerte estaban durante toda la vida sujetos a servidumbre” (Hebreos 2.14–15). El pecado ya no tiene dominio sobre nosotros (Romanos 6.14). Estamos libres para servir a Dios en justicia con una conciencia limpia. El pecado frustró a los que vivieron bajo la ley de Moisés porque nunca podían librarse de sus garras. Pero “Cristo nos redimió de la maldición de la ley” (Gálatas 3.13).

El mundo está bajo el dominio del diablo y también está condenado con él. Pero Cristo “se dio a sí mismo por nuestros pecados para librarnos del presente siglo” (Gálatas 1.4). Fue de esta liberación que Pablo se regocijó, diciendo: “Lejos esté de mí gloriarme, sino en la cruz de nuestro Señor Jesucristo, por quien el mundo me es crucificado a mí, y yo al mundo” (Gálatas 6.14).

“El postrer enemigo que será destruido es la muerte” (1 Corintios 15.26). La promesa es: “De la mano del Seol los redimiré, los libraré de la muerte” (Oseas 13.14). Los redimidos del Señor no temen al sepulcro porque el retorno del cuerpo al polvo significa también un retorno del espíritu a Dios y por fin habrá una “redención de nuestro cuerpo” (Romanos 8.23) así como del alma. Mientras que los impíos “sufrirán pena de eterna perdición” (2 Tesalonicenses 1.9), los justos descansarán seguros en la esperanza de aquel “que rescata del hoyo tu vida” (Salmo 103.4).

2. Reconciliación con Dios

“Y a vosotros también, que erais en otro tiempo extraños y enemigos en vuestra mente, haciendo malas obras, ahora os ha reconciliado en su cuerpo de carne, por medio de la muerte, para presentaros santos y sin mancha e irreprensibles delante de él; si en verdad permanecéis fundados y firmes en la fe, y sin moveros de la esperanza del evangelio” (Colosenses 1.21–23). Hay dos cosas que se mencionan de manera especial: (1) que podemos ser reconciliados con Dios por medio de la muerte de su Hijo y (2) que tenemos que permanecer en “la esperanza del evangelio”. Dios ha hecho su parte en la redención e hizo posible que el hombre hiciera la suya. ¿Acaso permaneceremos firmes en la fe?

3. Perdón de pecados

“En quien tenemos redención por su sangre, el perdón de pecados” (Colosenses 1.14). Pablo declara en su carta a los efesios esta misma verdad al hacer mención de que recibimos este perdón “por las riquezas de su gracia” (Efesios 2.7). Cuando somos redimidos entonces damos a conocer que fuimos pecadores y que ahora somos salvos por gracia.

4. Justificación

“Siendo justificados gratuitamente por su gracia, mediante la redención que es en Cristo Jesús” (Romanos 3.24). La redención hecha por Cristo nos justifica para que podamos presentarnos ante Dios, porque ahora tenemos la justicia que es por la fe en su Hijo amado.

5. Santificación

“Cristo amó a la iglesia, y se entregó a sí mismo por ella, para santificarla, habiéndola purificado en el lavamiento del agua por la palabra, a fin de presentársela a sí mismo, una iglesia gloriosa” (Efesios 5.25–27). (Lea también Tito 2.11–14; Hebreos 10.10, 14; 13.12.)

6. Ciudadanía celestial

Por medio de la redención llegamos a ser hijos de Dios. Pablo lo llama “la adopción de hijos” (Gálatas 4.5). “Para redimirnos de toda iniquidad y purificar para sí un pueblo propio, celoso de buenas obras” (Tito 2.14). Pedro declara que el pueblo de Dios es “linaje escogido, real sacerdocio, nación santa, pueblo adquirido por Dios” (1 Pedro 2.9). Hemos sido llamados del mundo pecaminoso para ser “pueblo adquirido por Dios”.

Debemos recordar que los redimidos del Señor, salvados, “santificados, útiles al Señor” son su propia “posesión adquirida” (1 Corintios 6.20). También debemos recordar que ellos andarán en el camino de la santidad del Rey (Isaías 35.8–9), esperando el tiempo cuando los redimidos volverán a Sión con gozo (Isaías 35.10) y sólo ellos cantarán juntos la historia bendita de la redención en el cielo.



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